Me llamó, como cualquier otro día, para invitarme a ver el atardecer en la playa. Contesté que hacía frío que no quería salir de mi casa, mal que mal, era el único momento en el que podía descansar. Hubo un silencio lento (si es que podemos darle un adjetivo como ése al silencio), un suspiro suave y una respuesta alegre, de ésas que sabes que son falsas con el simple hecho de escucharlas: “Está bien”.
Al dejar el celular en el velador quedé intranquilo, alguna vez, en otra ocasión me había sucedido algo similar ¿estaría cometiendo un error? No lo sabía, lo único claro es que no quería ir a la playa ¿Por qué tendría que hacer algo que no quiero hacer? Sin embargo, mi corazón seguía latiendo con impaciencia, como advirtiéndome que tal vez, sólo tal vez, me estaba equivocando. Me vestí para la calle, salí raudo hacia la playa y disqué el teléfono. No hubo respuesta.
Llegué al sitio donde todos los domingos a las siete de la tarde nos juntábamos a ver el atardecer, no le encontré por ningún sitio, esperé hasta que la luna se hizo la dueña del firmamento, pero nada. Disqué cuatro veces más su celular. No hubo respuesta.
Hoy he vuelto nuevamente a la playa, son las siete y treinta, han pasado diez años. De vez en cuando aún disco el celular, nunca ha estado desactivado así como nunca nadie ha contestado a mis llamadas, de su casa ni rastro, de su familia tampoco. Sólo me queda sentarme a esperar aquí hasta que algún día, alguna divina providencia ilumine en su mente la zona de las memorias y le haga recordar que me dejó esperándole para ver juntos otra vez la puesta del sol, la que sin duda se convertirá en la puesta de sol más hermosa de mi vida.
(Carlos Marchant P,)
Al dejar el celular en el velador quedé intranquilo, alguna vez, en otra ocasión me había sucedido algo similar ¿estaría cometiendo un error? No lo sabía, lo único claro es que no quería ir a la playa ¿Por qué tendría que hacer algo que no quiero hacer? Sin embargo, mi corazón seguía latiendo con impaciencia, como advirtiéndome que tal vez, sólo tal vez, me estaba equivocando. Me vestí para la calle, salí raudo hacia la playa y disqué el teléfono. No hubo respuesta.
Llegué al sitio donde todos los domingos a las siete de la tarde nos juntábamos a ver el atardecer, no le encontré por ningún sitio, esperé hasta que la luna se hizo la dueña del firmamento, pero nada. Disqué cuatro veces más su celular. No hubo respuesta.
Hoy he vuelto nuevamente a la playa, son las siete y treinta, han pasado diez años. De vez en cuando aún disco el celular, nunca ha estado desactivado así como nunca nadie ha contestado a mis llamadas, de su casa ni rastro, de su familia tampoco. Sólo me queda sentarme a esperar aquí hasta que algún día, alguna divina providencia ilumine en su mente la zona de las memorias y le haga recordar que me dejó esperándole para ver juntos otra vez la puesta del sol, la que sin duda se convertirá en la puesta de sol más hermosa de mi vida.
(Carlos Marchant P,)